Los judíos israelíes: de víctimas a victimarios

1379

Por: Alberto Guilis

Haber elegido el abordaje que indica el título es, cuanto menos, un verdadero desafío, por las infinitas implicancias que tiene. No es mi intención realizar aquí un abordaje histórico.

Por lo tanto, me limitaré a algunas puntualizaciones sobre la dificultad de “caminar sobre la cornisa” que implica analizar la cuestión palestina, a la luz del genocidio que se está llevando a cabo en los territorios ocupados.

Al menos, como para problematizar e introducir, un par de temas:

  • Primero: Un pueblo que ha pasado de ser víctima a ser victimario
  • Segundo: Un pueblo que buscó crear un Estado como “solución” a las ancestrales persecuciones a las que se vio sometido, hoy, en forma paradojal, se encuentra más seguro fuera de las fronteras de ese Estado que dentro de él.

Veamos el primer aspecto: cómo se produjo ese deslizamiento trágico de la víctima al victimario. Como resulta evidente, este pasaje está indisolublemente ligado a la cuestión del Estado. Es imposible pensar este problema sin remitirnos a las formas de constitución de los Estados modernos.

La filosofía política ha dedicado toneladas de papel para pensar las formas en que las naciones-Estado modernas han elaborado mitologías nacionales heroicas para borrar sus crímenes fundacionales. Para obliterar de la conciencia colectiva ese pecado de origen. Y esto vale para todos los Estados-nación modernos, incluido, por supuesto el nuestro.

¿Por qué es necesario “olvidar”? Es que el Estado moderno sólo puede estructurarse mediante la renegación de la violencia constitutiva de lo político.

Se trata, en efecto, de un ocultamiento que tiene la finalidad de escamotear su origen violento. Es este escamoteo el que se propusieron denunciar Marx y Engels, retomado luego por Lenin, del Estado como lugar de concentración del carácter constitutivamente violento de la política, primero, y del Estado como opresión de clase después.

Este ocultamiento, esta negación, es imprescindible para dotar de “legitimidad” y de consenso al flamante Estado.

El pensador Slavoj Zizek dice que, al llegar a Israel se siente una fuerte incomodidad y que, luego de pensar mucho sobre el tema, se dio cuenta de que esa “incomodidad” tiene que ver con que “el carácter violento de la creación de ese Estado no sólo no había sido olvidado, sino que está presente en cada calle, en cada esquina, en cada aldea, en los guetos a los que fueron confinados los palestinos expropiados de sus tierras, de sus vidas” (Zizek 2002).

Respecto a este tema, muchas veces se ha dicho que el infortunio de Israel es que fue establecido como nación-Estado un siglo demasiado tarde; cuando ya se “olvidó” la violencia, las expropiaciones y frecuentemente los genocidios sobre los que se edificaron los estados modernos tal y como los conocemos actualmente.

Es decir, que Israel fue creado en un momento histórico en el que esos “crímenes fundacionales” ya no son aceptables o, al menos, fáciles de ser “naturalizados”. Y la ironía definitiva es que ha sido la propia influencia de la intelectualidad judía la que contribuyó a esta inaceptabilidad.

Entonces, la cuestión palestina nos confronta con la fragilidad de la frontera que separa el poder “ilegítimo”, no perteneciente a un Estado, del poder supuestamente “legítimo” de un Estado, ya que, en el caso de Israel, sus orígenes “ilegítimos” aún no han sido borrados, y sus efectos se sienten dramáticamente hasta el día de hoy.

Este carácter constitutivamente violento del Estado es, quizás, una de las primeras pistas que nos permite avizorar el deslizamiento al que aludíamos al comienzo: de un pueblo diasporizado, sin tierra y sin Estado, que fue víctima de un genocidio, a un pueblo con tierra robada y un Estado construido sobre tierras robadas, victimario de un genocidio contra otro pueblo, sin tierra y sin Estado.

Y este pasaje no se produce, como algunos pueden pensar, exclusivamente desde el exterminio de los judíos europeos, desde la Shoá, hasta la constitución del Estado sionista en 1948. El brillante pensador George Steiner desarrolla una perturbadora reflexión del equívoco inevitable que atraviesa de lado a lado a Israel. Cito, entonces, a Steiner (1998): “En el manifiesto fundacional y secular del sionismo, el Judenstaat de Teodoro Herzl, el lenguaje y la visión imitan orgullosamente al nacionalismo de Bismarck. Israel es una nación en grado máximo: vive armada hasta los dientes. Para sobrevivir ha obligado a otros hombres a vivir sin hogar, los ha convertido en seres desheredados… Las virtudes de Israel son las de la sitiada Esparta. Su propaganda, su retórica del autoengaño son tan desesperadas como las de cualquier nacionalismo de la historia. Bajo una presión interna y externa, la lealtad ha dado paso al chauvinismo. Qué lugar, qué excusa cabe en esa plaza fuerte para la ‘traición’ del profeta!”.

Sin embargo, para que ese sueño del padre fundador del sionismo se hiciera realidad, hizo falta un Estado, un Estado constituido y conservado sobre la violencia.

Esta construcción moderna llamada Estado es la que hizo posible ese tránsito trágico entre el pueblo de la Diáspora, el pueblo del Libro, ese pueblo que dio a la cultura universal pensadores de la talla de Spinoza, Marx, Rosa Luxemburgo, Walter Benjamin, Freud o Kafka, a un Estado genocida, con nombres que avergüenzan a la humanidad.

Veamos brevemente, ahora, el segundo aspecto que planteamos al comienzo.

Por qué se produce esta suerte de paradoja por la cual el sionismo creó una Nación-Hogar para vivir seguros, escapando del antisemitismo europeo, abandonando la Diáspora de 2000 años, aunque hoy vivan más seguros los judíos de la Diáspora que los judíos israelíes.

La respuesta es bastante obvia: habría que preguntarse por qué los palestinos insisten en su terco apego a su tierra, recordándoles que hay una suerte de justicia poética: Israel está recibiendo de los palestinos su propio mensaje en forma invertida; y no sólo respecto al fuerte apego a la tierra.

Al respecto, hay un texto memorable, que voy a citar: “Nuestros enemigos nos llamaron terroristas…Gente que no eran amigos ni enemigos…también usaron esa palabra en latín… Y aun así, no éramos terroristas…Los orígenes históricos y lingüísticos del término ‘terror’ prueban que no puede aplicarse a una guerra revolucionaria de liberación… los guerreros de la libertad han de armarse; de otro modo, serían aplastados… Qué tiene que ver con el ‘terrorismo’ una lucha por la dignidad del hombre, contra la opresión y el sometimiento” (Begin, 1981).

Cualquiera pensaría que está leyendo una proclama de Hamas o Hezbollah. Nada más alejado. Su autor no es otro que Menajem Begin en los años en que el Irgun luchaba contra las fuerzas británicas en Palestina.

Ben Gurion, al igual que la primera generación de líderes sionistas, no tenía pelos en la lengua para decir lo que hoy se intenta ocultar: “Todo el mundo puede ver el peso de los problemas en las relaciones entre árabes y judíos. Pero nadie ve que no hay solución a estos problemas. ¡No hay solución! Aquí hay un abismo, y nada puede unir a los dos bandos… Nosotros, como pueblo, queremos que esta tierra sea nuestra; los árabes, como pueblo, quieren que esta tierra sea suya” (Ben Gurion, 1966).

En el más puro lenguaje fascista, Ráphael Eitan, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas israelíes lo dejó claro: “Declaramos abiertamente que los árabes no tiene ningún derecho a un solo centímetro de Eretz Israel. Los de buen corazón, los moderados, deben saber que las cámaras de gas de Adolf Hitler serán un juego de niños. Lo único que entienden y entenderán es la fuerza. Utilizaremos la fuerza más decisiva, hasta que los palestinos se aproximen a nosotros de rodillas” (Schoenman, 1988).

El Estado sionista nace, pues, si se puede decir, con una tara de origen. Resultaba evidente que la empresa sionista de instituir un Estado judío en Palestina, a expensas de los palestinos, agravando la balcanización del mundo árabe –impulsado por el imperialismo inglés primero, y norteamericano después- y confirmando la constitución de una nación israelí, formada en un proceso colonial, se enfrentaría sin dudas con la resistencia árabe.

Elevando el segregacionismo sionista a nivel de una doctrina de Estado, de tal manera que la aparición del Estado judío pareciera inexplicablemente ligada a las conquistas territoriales y al drama de los refugiados palestinos, Israel condenaba de antemano toda “normalización” de las relaciones entre el nuevo Estado y los pueblos vecinos.

En semejantes condiciones, debía simbolizar la injusticia hecha a los árabes y ser fatalmente abocada a quedar como un campo atrincherado, sitiado permanentemente.

Ahora bien. Es legítimo preguntarse si hubiera sido posible transitar otro camino, o si el recorrido que se desarrolló era inevitable. Al respecto, vale la pena recordar un hecho histórico sistemáticamente silenciado.

En 1944, dos miembros judíos del “grupo Stern”, uno de los varios agrupamientos judíos que combatían la presencia británica en Palestina, ajustician a Lord Moyne, ministro inglés, que fue elegido por la significación antiimperialista que para todos los pueblos de Medio Oriente revestía el atentado. Durante el proceso, que se desarrolla en El Cairo, Bet Zuri, uno de los ajusticiadores hace la siguiente declaración: “Es erróneo suponer que representamos al sionismo. En realidad, representamos y somos los verdaderos propietarios de Palestina y en calidad de tales hemos comprometido una lucha para liberar a nuestro país de la dominación extranjera…” (Gerold, 1963).

Estas valientes palabras y, sobre todo, el contenido palestino que los dos acusados dan a su acción, les vale el apoyo masivo de los estudiantes egipcios en lucha contra el colonialismo británico.

¿Qué queremos decir con esta anécdota? Que este episodio –como muchos otros- demostró que una alianza antiimperialista judeo-árabe en Medio Oriente era posible, a condición de que los judíos palestinos se emancipen de la ideología sionista. Lección que vale la pena ser retenida.

En lugar de recorrer este camino, el atentado contra Lord Moyne suelda, temporalmente, la alianza de los dirigentes sionistas con la potencia colonial: el cuasi-gobierno sionista se apresura a ponerse al servicio de la policía inglesa; denuncia a los militantes “terroristas”, mientras que voluntarios del Palmaj (grupo de elite del ejército sionista Haganah) secuestran, torturan y entregan a un centenar de miembros del Irgun (ruptura radical del Haganah) a los ingleses.

Lo que queremos señalar es que hubo alguna oportunidad de cambiar el rumbo de la historia. Sólo la política del sionismo y la política del imperialismo impidieron que ese camino pudiera ser transitado.

Sin embargo, es útil recordar que, tanto desde sectores palestinos como de judíos-israelíes, se siguió insistiendo en que había otra salida para un conflicto que, en términos del capitalismo globalizado y de los intereses imperialistas, hay interés en mostrarlo como insoluble.

Por supuesto que estas posibles salidas son parte de un largo debate –de más de seis décadas- aún inconcluso.

Algunos ejemplos más para ilustrar que hubo, en algún momento, otro camino posible.

La Organización Socialista Israelí (Matzpen), integrada por militantes árabes y judíos, sostenía, en 1967, que “el problema palestino (…) puede y debe ser resuelto en una perspectiva socialista e internacionalista”; que el “Estado de Israel es producto de la colonización de Palestina por el movimiento sionista a costa del pueblo palestino, y bajo los auspicios del imperialismo…”; y que la única salida es “la desionización de Israel, abandonando la idea de un Estado de todos los judíos del mundo, para convertirlo en un Estado socialista que represente a las masas que allí vivan…” (Matzpen, 1967).

Por su parte, Al Fatah, en enero de 1969, declaraba que el objetivo final de su lucha era “la restauración del Estado Palestino Independiente y Democrático, en donde todos los ciudadanos, cualquiera fuese su confesión, gozarán de igualdad de derechos” (Suleiman).

Por su parte, el Frente Popular Democrático de Liberación de Palestina, en 1969, formula su programa alrededor de la “liquidación de la presencia sionista, encarnada en el Estado de Israel, y en la edificación de un Estado palestino socialista, democrático, conteniendo a la vez a árabes y judíos bajo la dirección de la clase obrera. Luchamos por un Estado palestino socialista, opuesto a la explotación de clase y a la persecución racial, un Estado en el que tanto árabes como judíos tengan un estatuto igual y el derecho a desarrollar su cultura nacional…” (Suleiman).

Como se puede ver, hubo intentos desde ambos pueblos para evitar que Israel quede como “un campo atrincherado, sitiado permanentemente”. Intentos para conjurar esa paradoja que implica que los judíos de la Diáspora vivan con mayor seguridad, que aquellos que buscaron la “seguridad” mediante el despojo de la tierra a todo un pueblo.

Nadie hablaba hace cuarenta años de “dos pueblos, dos Estados”: fórmula que ha mostrado, largamente su fracaso. Parece evidente que la cuestión de Medio Oriente ya no soporta soluciones “pragmáticas”, gradualistas, “realistas”. La única solución “realista” es la resolución del problema de raíz, parafraseando al viejo slogan de Mayo de 1968: “seamos realistas, pidamos lo imposible”. Sólo un gesto radical, que puede parecer imposible bajo los parámetros de la “realpolitik” actual: dos pueblos, un Estado, y esto sólo será posible destruyendo la estructura teocrática, capitalista y pro imperialista del Estado de Israel.


Alberto Guilis es un economista y periodista argentino.

Fuente: Al Zeytun, Revista iberoamericana de investigación, análisis y cultura palestina.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí